“Llegaran hombres extraños, blancos y barbados,
de cuerpos con brillo, montados en animales como venados,
saldrán del agua, de todo se adueñarán,
y un nuevo imperio dominará al viejo imperio.
Luego un maldecido por el señor
de Mictlán, Mictlántecuhtli,
pisará el lejano valle de la tierra mágica
los pasos perdidos y los grandes secretos
donde nada es lo que parece,
y a su paso y donde se asiente,
sólo dolor florecerá”
Quien primero padeció esta profecía fue el emperador Moctezuma II, hijo de Axayácatl, noveno Tlatoani, al recibir el 8 de noviembre de 1519 al señor capitán español Hernán Cortés, de 34 años, quien entró a Tenochtitlán (actual ciudad de México) con mirada de hielo y la Malinche del brazo. Hernán Cortés, que como todo el mundo sabe era oriundo de Badajoz e hijo de Martín Cortés y de Catalina Pizarro (tía de Francisco Pizarro el analfabeto, el que por hábito familiar en 1533 terminó con Atahualpa para robar el oro y la plata del imperio Inca), entró a Tenochtitlán con menos de cuatrocientos soldados con pecheras de lata que brillaban al sol, los dieciséis caballos que trajo de España, once de los catorce cañones con que desembarcó, treinta y dos ballestas y trece trabucos, abriéndose paso entre doscientos cincuenta mil aborígenes casi desnudos, de piel aceitunada, apenas cubiertos con plumas, y los guerreros de elite con cueros de jaguar.
Traían espadas de Toledo afiladas para decapitar piedras y arcabuces que escupían fuego. Eran blancos y barbados. Exudaban la hediondez de los animales salvajes en celo, y, excitados, reían y jadeaban cuando se tocaban la entrepiernas al contemplar las mujeres y el oro. Tenían sangre coagulada en sus ropajes. Pero no era lo que parecía. El arma más poderosa que traían la escondían bajo los trapos: era el engaño.
En doscientos años nada había logrado intimidar a los dueños de la tierra. El armamento que traían los españoles, los trajes de lata, los caballos, y la lengua que hablaban y nadie entendía tampoco. Hasta que Cortés miró a Moctezuma a los ojos.
Era la primera vez que un mortal tenía el valor suficiente como para mirar a los ojos a un emperador azteca.
Cuando estuvieron frente a frente, la escolta real se le fue encima al recién llegado por haber mirado al emperador. Sin embargo, con la displicencia del poder omnímodo, Moctezuma movió apenas su dedo índice, el mismo con el que señalaba el rumbo de su gran imperio considerado Centro de la Tierra, y de inmediato retrocedieron el señor de Tezcuco, el señor de Cuyuacán, el señor de Cuedlavaca, y el señor de Tacuba, quienes además de consejeros y guardias reales eran sus sobrinos.
Luego el emperador, ignorando que estaba frente al verdugo de su imperio y de su etnia, se aproximó al español con un collar de 400 gramos de oro macizo tallado sobre relieve con figuras en forma de camarones, y lo colgó de su cuello en actitud de ofrenda y como regalo de bienvenida.
Hernán Cortés no dijo ni mú, pero lo ninguneó impío poniendo mirada épica y cara de epopeya. A cambio, le obsequió una baratija de collar de oferta que siglos después, su copias, podían comprarse en El Corte Inglés de Madrid en Gran Vía y Callao. Le llamaban Margarita, y estaba hecho con piedritas de vidrio enhebradas por un cordón entorchado, bañado en oro, y adornado con florecitas con almizcle que lo perfumaban.
Junto con el collar le regaló un espejito.
Cuando Moctezuma se miró la cara por primera vez – hasta entonces sólo había visto su silueta reflejada en el agua – quedó perplejo. Abrió grandes los ojos,y, como un niño, no pudo parar de reír y de sacarse la lengua.
En el momento en que un rayo de sol reflejó en el espejo y al mover su mano movió el rayo, Moctezuma creyó en la magia divina del recién llegado puesto que le había regalado un objeto tan pequeño pero poderoso con el que podía direccionar la luz del sol a su antojo.
No bien advirtió la reacción crédula e inocente del emperador, Hernán Cortés acomodó sus cuartos traseros con reflejos de escorpión hambriento. Dio media vuelta. Sobre sus propios pasos caminó diez pasos hacia atrás como si estuviera retirándose, y le dio la espalda. Luego giró, y por sobre el hombro, con mirada de basilisco, le rebanó la cara al emperador ante el asombro de los nativos que contemplaban tamaña arrogancia. Después puso su cuerpo recto, erguido, bien plantado y masculino, como si estuviera posando para su propia estatua que imaginaba algún día se erigiría en algún lugar al que la gente llamaría Zócalo, en el DF de un país que llevaría por nombre México en homenaje a los indios mexicas como también se llamaban los aztecas. Levantó el mentón hasta dejarlo en paralelo con sus pies, y para que su poder se adivinara temible, lo prologó con silencios. Palmeó el pomo de su espada biselada, subió aún más su barbilla y su mirada hasta la altura de su altivez, sonrió lascivo, y no le quitó los ojos de encima al emperador azteca mirándolo como si pudiera partirlo en dos o perdonarle la vida.
Sólo Hernán Cortés, quien ordenó quemar sus once naves apenas pisó el Nuevo Mundo para que sus quinientos soldados y cien marinos supieran quién era el verdadero dueño de sus vidas, podía mirar al emperador que venía a someter de la misma manera que había mirado a la fogata de sus barcos.
Ahora ya se sabe que Moctezuma se equivocó porque se confundió,y, como es de público conocimiento, la confusión es pérdida de dominio de la situación. Supuso que Hernán Cortés era el enviado del dios Quetzalcóatl que venía por su reino tal como anticiparon los profetas. Por ello, en lugar de presentarle batalla ordenándole a dos o tres mil de sus guerreros que lo aplastaran como a una hormiga, lo recibió con buenos modales y hasta le ofreció su amistad. Allí se equivocó. Así no se defiende un reino. No importa quién venga por él ni por quién venga acompañado, los reinos no se defienden con buenos modales ni con amistad. Los reinos se defienden haciéndole sentir al invasor el poder del rey en los huesos. Hasta el mismísimo reino de los cielos hace sentir su poder, ya que sólo Dios sabe en qué momento descargará Su ira y hará tronar un escarmiento.
Moctezuma creyó que los dioses habían llegado para hablar con él olvidando que los dioses no hablan ni se muestran sino que envían señales. Y para colmo de sus males (nunca se sabrá si también de los nuestros) al equivocarse se enfrentó a una profecía. Y a las profecías no se las enfrenta. Una profecía no es una advertencia. Una profecía es una sentencia.
Recibió con honores a los conquistadores y los hospedó en los fastuosos palacios de Tenochtitlán, la imponente capital del Imperio Azteca levantada al oeste de la laguna Texcoco, rodeada de ciénagas pero con puentes y canales urbanos como los de Venecia por donde sus habitantes se desplazaban en canoas entre jardines acuáticos llamados Chinampas, adornados con orquídeas y flores perfumadas. A su alrededor, había setenta y ocho edificios (el palacio del emperador tenía 20.000 metros cuadrados y el mercado de Tlatelolco recibía diariamente a 60.000 personas) y pirámides que los españoles jamás soñaron encontrar por estos lares.
Sirvió manjares en sus platos. Les regaló mantas adornadas con plumas de aves exóticas y únicas, collares de oro macizo, y doncellas de primera menstruación, tímidas y estrechas, nunca miradas por un hombre siquiera, para que los soldados saciaran sus bestiales instintos de violadores seriales por pertenecer a la raza blanca que, según los españoles, era una raza superior a la azteca. A tal extremo llegó el brutal sometimiento y sus consecuencias, que durante quinientos años los aborígenes festejaron El día de la raza.
Siete meses después de haber recibido aquel collar de cotillón, un espejito, y una mirada, entre el 27 y el 30 de junio de 1520, el gran Moctezuma II, sumo sacerdote, soberano del Imperio Azteca ombligo del planeta Tierra, que cuando salía a caminar un cortejo de lacayos iba por delante barriendo el camino y otro alfombrándolo de flores silvestres para que asentara sus pies, noveno tlatoani y señor de Tenochtitlán a quien nadie podía mirar a los ojos, a los 52 años de edad murió apedreado por su propio pueblo que lo consideró un traidor.
Al año siguiente, en 1521, en nombre del rey católico de España por la gracia de Dios Padre todo poderoso creador del cielo y de la tierra, después de quebrar la sangrienta resistencia de los aztecas, ordenar a sus soldados que violaran a todas las mujeres para engendrar hijos que mejoraran la raza, y robar todo el oro para enviárselo a su majestad el dos veces tatarabuelo del rey de España que presidirá en Córdoba el Congreso de la Lengua, Hernán Cortés destruyó Tenochtitlán. No dejó un solo ladrillo en pie,consumando de esta manera una atroz limpieza étnica a la que llamaron la Conquista de América.